
Dejar que la puerta se abra. La mejor decisión es no ser el péndulo fijo.
Ser más bien el tiempo arrastrado por todos los cuartos. Vivir en la respiración del que duerme. El cabello de quien ama. Las manos del que muere.
Ser el polvo cayendo y dejándose ver en la luz de la lámpara, la luz postrera, el relámpago inocuo de quien empieza.
Ser la respiración de quien besa, las manos del que entierra a su padre y el polvo que lo cubre.
Las imaginaciones de los días tristes; la idea perdida, distraída y torpe de lo que es amar.
Entender al fin, sin entender como se cree hacerlo, el movimiento del polvo que se arrastra. El que hallamos en la piel, el que fuímos.
El ruido que hace, el polvo, cuando abro la puerta. El ruido que hace cuando te veo en mí.
Cuando el sol te incendia en mis ojos. Siempre ahí, marcando rutas.
Deshaciendo lo coherente para no dejar ir el polvo de mí.
Yo mismo, gigante o minúsculo, temo al viento. Temo abandonarme.