
Sales ya que debes hacerlo, no es el deseo conciente el que te obliga a cruzar ese portal de seguridad entre una morada de jabón y las olas a veces de humo , a veces de sangre, a veces sólo de aire. La morada que parece nunca quebrarse no puede tenerlo todo.
Me cubro para salir, lo suficiente y sin escatimar, desciendo en mis pensamientos y me convierto en títere, en espejo, en una masa homogenea y manejable, todo esto mientras circulo entre la gente.
Bajo la mirada, guardo mis manos, soy símbolo entre las hojas, voz que se hace silencio para esconderse.
Temo tanto, miedo de ser dañado, la verdadera fragilidad es la de mi cabeza, asumo mi terror pero no acabo de entenderlo, temo a la muerte, aunque lo niegue.
Pero en resumidas cuentas entiendo que lo que temo es morir sufriendo, cerrar los ojos ante el impacto del puño de otro, volar en pedazos, mi piel sangrando y yo sin tiempo de darme cuenta de que he muerto, colgado de una cruz exclamando el perdón y la redención.
El temor crece ante la desesperanza y las puertas falsas hacen parecer a la muerte una amiga.
Aunque ahora para mí sólo sea un momento, no una voluntad.
Y es el momento lo que temo, el hito que corte el saber de mi conciencia, ese cruce entre la diferencia de lo que soy y no soy.
El devenir ahogandome.
Miedo en una frontera que odio tanto como amo, aquel limite poco claro entre yo y el otro, la identidad, y entre ella el miedo.
Recurrencia atemporal, no importa la edad, ya lo conocía de niño, buscando refugio de la oscuridad, miedo a la ausencia de luz como metafora del cariño.
Y ahora no sólo es la oscuridad, es la ausencia, el silencio.
Todos tememos ahora, es un mundo de mil cosas a que temer.
Es mi mundo que sueño, que me sueño que te sueño que espero poder cambiar.
Es la intersección de nuestra desesperación, el pasillo de puerta a puerta, la falta de aire.