
Aquéllo que pensabamos, se fue entre los espejos, plieges y vértigo, poros en una piel distendida.
Aquéllo que yo soñé, polvo sin causa.
Éso que somos, entre soles transmutando, ecos del mismo sueño, el único.
Éso que somos sobre telas mudas, en el lugar que se abstrae de los ríos, la arena y la carne.
Aquellas ruinas lejanas, el único y verdadero hogar nuestro.
Aquellas ruinas, templo universal.
Un cuerpo que no es de barro, que no es de tiempo. Un cuerpo sin valles, sin relieve, sin señas, ni símbolos; sólo ventanas, sudor y memoria.
Alambres atados, trapos húmedos, algunos botones oscuros: la marcha que no persigue nada.
El castaño incendio, las cenizas parlantes, un coro en la mirada que persigue el día.
Un coro en el alma que persigue el día, una espiral en las yemas desvaneciéndose al ser pensada.
Todas las cosas partiendo, una historia igual a todas, la única historia.
El punto, la mentira que no persigue nada. Epitafio del todo, de cada tramo lógico, de cada inclinación racional, ocasión de algún genio, Dios, martir, sangre.
Ese sueño de esa tarde.